Acabo de terminar un libro que me
ha emocionado y que he devorado en dos vuelos transoceánicos. Estas son las
pequeñas delicias que esconden los viajes de negocios: horas solitarias en
aeropuertos, en aviones, en largas colas de control de pasaportes. Horas sin
teléfono, sin internet y sin mucho más que hacer más que dejarse atrapar por la
lectura. Si además coincide que la lectura engancha, olvidas las razones que te
sacaron de casa.
Lo elegí un poco al azar: me
pareció curioso que tras un título tan de novela romántica, se hubiera escrito
un libro sobre libros. Eso es todo cuanto sabía y fue suficiente para comprarlo
y empezar a leer. Sin embargo, su lectura ha sobrepasado mis expectativas.
A posteriori he buscado las
críticas, que las hay. Y todas coinciden en la maestría técnica de la
construcción de la novela: estructura sólida, personajes definidos, tono
adecuado, riqueza, entretenida. En definitiva –y no es poco- muy bien escrita.
Sin embargo, a mí no sólo me ha
cautivado a nivel intelectual; también ha conseguido mantener mi atención hasta
no saber cómo parar, hasta dejar que la comida cayera sobre la pantalla de
e-book.
La autora nos introduce en el
viejo juego del libro dentro del libro hasta hacernos creer que el que estamos
leyendo es sobre el que, precisamente, estamos leyendo y, de hecho, se nos
expone su construcción a través de la vida del personaje -¿personaje?- de la
escritora contemporánea que, sin habérselo propuesto, acaba investigando en una
librería de viejo de Barcelona, donde encuentra unos documentos cuyo estudio le
llevan a escribir una novela. En este punto se nos empuja a un nivel más de la
ficción que nos transporta a la Barcelona napoleónica.
La novela es una delicia para los
que amamos Barcelona y la cultura del libro porque la trama te pasea por las
callejuelas, te sube y baja la Rambla, te detiene en los antiguos templos y te
aprisiona entre las dichosas murallas. Y todo esto, lo hace para perseguir a
ladrones de libros, presenciar tertulias incluso con el más allá, desenterrar
muertos en todos los sentidos posibles, ocultar valiosos manuscritos, descubrir
encuadernaciones reveladoras, o toparse con librerías a las que se regresa una
y otra vez.
Una puesta en abismo en el
espacio y el tiempo en la que cabe aún un nivel más, el de la historia escrita,
que se hace presente a través de biografías breves de personajes curiosos que,
en la novela, también se mueven entre el límite de la historia, las historias y
la Historia.
Para mí fue suficiente con
encontrar estos extractos deliciosos que bien merecen caligrafiarse con letra
preciosa, puntiaguda y lenta:
“… se encomendó a San Agustín,
santo patrón de los impresores; a San Juan Evangelista, fiador de los
tipógrafos; a santa Teresa de Jesús, valedora de los escritores; a san Juan de
Dios, paladín de los encuadernadores y a san Jerónimo, protector de los
mercaderes de libros”
“… entre las páginas de los
libros antiguos se esconden las ánimas de quienes los amaron, y allí conviven,
en buena compañía con el papel y la tinta, para siempre”
“Así, mirando las cuarenta y dos
líneas impresas sobre pergamino y la capitular miniada, entreverada de motivos
vegetales que se extienden por toda la página como la muerte sobre sus retinas,
… agota los últimos segundos de su estancia en este mundo”
“Ni siquiera aprendió a manejar
un ordenador. Consideraba un lujo mantenerse apegado a los métodos de siempre.
Incluso la pluma estilográfica le parecía demasiado moderna y prefería sumergir
el plumín en un tintero de cristal que le aguardaba, en su incongruente
resignación, sobre la madera de roble de su escritorio. Escribía largas y
hermosas cartas, de caligrafía difícil”
“Competían todo el tiempo por ver
quien había acariciado el incunable más raro, el impreso más antiguo, el códice
más iluminado…”
Y despedimos esta entrada con la frase con la que abre El aire que respiras:
“Los libros tienen su
destino” (Terenciano Mauro)
Aquí tenéis un video promocional:
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